Tomás tenía once años. Era flaco y morocho, con el pelo negro y
los ojos grandes. Eso dicen.
Cuando avisaron por la radio de la sudestada salió corriendo
hacia la playa.
Las precauciones de los mayores sobre la sudestada no le
importaban. Pocas cosas, en realidad, le importaban.
Tomás era ensimismado. Verdad. Pero no tanto como para hacer
pensar que algo anduviera mal en su cabeza. En el colegio no le iba
mal. Tampoco bien. Dibujaba mucho en los espacios libres del
cuaderno. Ya hacía unos años –dos años- la maestra llamó a su
mamá y le habló sobre los dibujos. Siempre dibujaba lo mismo: un
chico con alas. No un ángel, como pensó la madre. Dijo: “dibuja
ángeles”. Y la maestra le hizo notar que los ángeles no usan
zapatillas ni pantalones vaqueros.
“Y qué es, entonces”
La maestra, que se llamaba señorita Lucrecia, le acercó el
cuaderno de Tomás para que mirara bien. Ella bizqueó y después la
miró sin entender.
“Es él”, dijo la señorita Lucrecia. “Se dibuja él mismo
con alas”.
Después de la reunión con la maestra, la mamá de Tomás
solucionó el tema con una paliza.
Durante un buen tiempo, Tomás dejó de dibujarse con alas.
Pero esta historia no hace más que retroceder.
Tomás empezó a soñar que volaba a los seis años, una noche en
que la sudestada azotaba las ventanas con celosías de madera. En el
sueño volaba lejos de casa, de los gritos de mamá y de las broncas
de papá. Se lo llevaba el viento del sudeste como si pesara lo que
una pluma.
Esa mañana despertó con una felicidad que le llenaba el cuerpo.
Así empezó.
Siguió soñando que volaba, pero como ya no había tormenta y a
veces ni siquiera viento, el vuelo de Tomás era lento y bajo, casi
al ras del suelo. Avanzaba como si nadara estilo rana y el aire fuera
agua. Podía sentirlo fluir sobre su piel. Se despertaba agitado por
el esfuerzo, pero contento: volar era maravilloso.
Al comienzo del año siguiente, Tomás empezó a usar los huecos
en el cuaderno para dibujarse volando.
Una de esas noches, empezó a volar un poco más alto. Ahora lo
hacía a la altura de los techos de las casas. Si estiraba el cuello,
podía ver el final de la calle, en la avenida costanera y después
el mar, verde y largo como una regla.
Los sueños continuaban. Era una cuestión de voluntad: Tomás
quería soñar que volaba.
Después empezó a dibujarse con alas y la maestra la llamó. Y
bueno.
Pero volvamos atrás otra vez por un momento.
Los dibujos de Tomás volando, perdían fuerza. Podía darse
cuenta porque cada noche volaba más bajo. Pronto pudo sentir la
vereda raspándole la panza.
Entonces una tarde se le ocurrió lo de las alas, cuando la
maestra les contaba la historia de un griego que se pegó unas alas
con cera a la espalda. Tomás no había prestado atención al nombre
del griego, pero, súbitamente interesado interrumpió para
preguntar: “¿voló?”.
La maestra dijo que sí. “Pero se acercó mucho al sol y la cera
que usó para pegarse las alas a la espalda se derritió, así que se
cayó y se mató”.
-Claro- le dijo entonces Tomás. -¿cómo no se iba a caer si eran
alas falsas?
Después de la famosa paliza, aguantó un mes sin dibujar.
Durante ese lapso, entendió que volver a hacerlo en el cuaderno
del colegio sería volver a repetir la historia y de paso, la paliza.
Una tarde, Tomás encontró un tesoro tirado: era un cuaderno de
contabilidad usado a medias en el basural. Era grueso, de tapas
negras y duras y hojas de un papel amarillento. Lo escondió bajo la
cama. Allí pudo dibujar con total libertad. Como nunca antes.
Y volvió a soñar.
Y esos sueños fueron cada vez más reales.
Entonces, volviendo al presente, decía que Tomás salió
corriendo hacia la playa cuando avisaron a los vecinos por radio que
se prepararan para una sudestada histórica. Sabía que era su
momento. No dudó.
Los primeros vientos se le arremolinaron entre las piernas y le
revolucionaron los pelos de la cabeza cuando llegaba a la costanera.
Era viento fuerte, frío. El cielo estaba bajo y amenazante. El mar,
hinchado como un sapo verde. Cruzó la cinta de asfalto a la carrera
y saltó al médano ya con la lluvia cayendo con ferocidad.
Corrió por la cresta del médano con viento de cola, paralelo a
la costa y a la vista de los vecinos que ya colocaban bolsas de arena
frente a la puerta de sus casas. En el estruendo de la sudestada, era
poco probable que fuera capaz de oír los gritos de los que le
gritaban que volviera a casa, que no hiciera locuras.
Esos mismos vecinos son los que después juraron una y mil veces
que vieron, a través del velo de la lluvia y la ventolera, como
Tomás desplegaba dos enormes alas blancas como la nieve y levantaba
vuelo con los brazos extendidos.
Una corriente ascendente lo elevó muchos metros dentro del cielo
tormentoso. Planeó temblorosamente y por un momento pareció una
hoja a la deriva, pero de a poco se fue estabilizando y después
coordinó, como si lo hubiera hecho toda la vida, los movimientos de
las alas con los de los brazos hasta lograr un deslizamiento
elegante.
Majestuosamente tomó una corriente descendente de viento y planeó
a toda velocidad sobre la línea de casas que estaban sobre la costa.
Muchos vecinos lo vieron en ese momento, momentáneamente olvidadas
sus urgencias.
Después de sobrevolar varias cuadras, se alzó con las piernas
juntas y extendidas haciendo de timón y, cambiando de dirección, se
dejó empujar, loco de contento, por el viento del sudeste hacia
donde siempre había esperado ir: lejos.
Antes de perder de vista el pueblo, allá abajo, ya había
olvidado todo lo que se refería a su vida como criatura terrestre.
FIN
Mario Paulela
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